Tuesday, March 31, 2009

Los muertos, esos impertinentes.

La última vez que la ví llevaba el sello de la muerte en la cara. Bella en su último declinar apenas era ella misma. Una belleza que se resitía a morir. Inmarcesible y extraña, como su carácter. Me dió un beso y no sé por qué, supuse que era el último.No la ví mas. Apenas de lejos, una brillante caja de madera y la salmodia apresurada de un viejo sacerdote.
Yo la llevé en el corazón, como mucha gente, pero nunca creí que el vació iba a ser tan enorme. Quizá porque deseas ir de la mano de los tuyos al alcanzar el último recodo del camino.
Umbral nos narraba a un muerto viviente que asistía todas las tardes al café, que desplegaba el periódico por los obituarios, quizá buscándose a si mismo.
Majange no era como ese muerto. Pertenecía a la casta de los impertinentes, esos que se ván sin pedirte permiso y te dejan aturdido y acongojado.
Nunca fué obscenamente feliz pudiendo serlo. Parece como si llevara un estigma de tristeza que disipaban sus enormes ojos y una risa constante que podía trocarse en llanto sin motivo aparente.
Era,como dije, bella y valoraba la belleza en su justa medida. Quizá porque sabía que un maldito cáncer le estaba cercenando la vida.
Algunos amigos compartimos con ella un tramo largo de nuestra existencia; ahora estoy convencido que nos evitaremos porque resultaría insufrible sentarla a nuestro lado y con la ayuda de unas copas de vino llorarla y saberla muerta.


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